Publicado el 8 Ee enero Ee 2021 a las 14:30 |
El mensaje de la COVID-19 está claro: necesitamos avanzar rápido hacia un futuro muy diferente.
El coronavirus no ha desaparecido, como prometió Donald Trump (RIP). Tampoco se ha contenido con éxito, como ha descubierto Europa. Se establece cada día un nuevo récord mundial de infecciones. Todo el mundo espera, o por lo menos yo, ponerse la vacuna, la que le toque, con el fin de recobrar alguna apariencia de normalidad en la vida.
La COVID-19 ha demostrado repetidamente la inutilidad de las fuerzas armadas, la injusticia del sistema económico y el impacto perjudicial de las emisiones de carbono. Estos pilares del orden establecido: la industria militar y la energía sucia, que los hacen funcionar a los dos, se revelaron en un tris como realmente anormales.
Consideremos el papel de las fuerzas armadas en la seguridad nacional. Se gastan en todos los países del mundo cerca de dos billones de dólares al año en armas diseñadas para defender la patria y proteger a la ciudadanía. Pero todos los tanques, misiles y soldados en la frontera no han podido hacer nada para impedir la propagación del nuevo coronavirus o detener su mortalidad.
Antes de la irrupción de la COVID-19, la creciente división entre ricos y pobres se hizo cada vez más evidente tanto a escala doméstica como mundial. La pandemia ha hecho aún más visible esa división. Debido a la falta de mascarillas, agua para el lavado de manos y espacio para guardar la distancia social, las personas pobres han estado en apuros para evitar la infección. Los trabajadores pobres se han visto obligados a asumir mayores riesgos de exposición por el mero hecho de asistir a sus trabajos en el campo, los mataderos y los hospitales. La pobreza extrema aumenta por primera vez desde hace más de veinte años.
El repliegue de la industria y los viajes se ha acompañado de una importante reducción en el uso de combustible fósil. Como consecuencia de los confinamientos económicos, las emisiones diarias de carbono cayeron mundialmente un 17% en los meses de abril y mayo de 2020. La contaminación del aire disminuyó también, mejorando de forma inmediata la salud de las personas. Los residentes en el norte de la India podían ver el Himalaya por primera vez en treinta años y la contaminación de Los Ángeles prácticamente desapareció.
Sería reconfortante pensar que el mundo haya prestado atención a las advertencias de la COVID-19. Pero muchos países, incluyendo Estados Unidos y China, siguen incrementando su gasto militar. Se destina muy poco de los billones de dólares correspondientes al estímulo económico al alivio de la pobreza y mucho menos a una reestructuración fundamental de la economía mundial en términos más equitativos.
Y aunque la caída en las emisiones de carbono fue este año mayor que durante la crisis financiera de 2008 o del petróleo en 1979, la comunidad internacional no ha emprendido ningún compromiso colectivo adicional para aprovechar esta suerte inesperada, congelar en todo el mundo las reducciones en la huella de carbono y emprender una transición más veloz hacia la energía limpia.
Se necesitan inmediatamente recursos para combatir el impacto de la pandemia y los presupuestos militares serían las arcas económicas lógicas de donde extraer dichos recursos. Un acuerdo ecológico a escala mundial podría reducir simultáneamente las emisiones de carbono y crear puestos de trabajo mediante la construcción de la infraestructura de energía limpia. Los dirigentes mundiales, estimulados desde abajo por los movimientos populares, deberían ver la pandemia como una oportunidad para un cambio transformador.
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